Primer día: La llegada a Quito a la medianoche, con las luces amarillas distantes, el frío, la niebla y las siluetas de la cordillera bajo la luna hace recordar que se está lejos de casa. Pero el buen acento colombiano hace recordar a los buenos amigos, y se vuelve reconfortante.
Segundo día: Verde, verde y más verde. Humedad y calor. El aroma a petróleo de un pueblo olvidado. El napo. La pesadilla que no ha quedado atrás.
Tercer día: Una pequeña caminata a la orilla de un pantano recuerda que la experiencia indica que debo portar brújula. Meses después, llego a la misma conclusión: No me explico que haya nativos en esta región. La vida en algunos lugares parece imposible. ¿Quien puede asegurar que Darwin no se equivocó?
Cuarto día: Selva, selva y más selva. ¿Cómo pueden cuadrar números, números y números con la naturaleza? ¿Acaso los números son parte de ella?
Quinto día: Dicen que "nadie viene al oriente por voluntad propia".
Sexto día: Desesperación. 10 horas en un autobús atravesando la cordillera de los andes empieza a ser una opción válida cuando cuesta $10 USD y asegura descanso y control emocional. Pero el sueño vence, como pocas veces.
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